— Mira, tu "amante"... —insinuó MiMa, que sabía de los mensajes medio enamoradizcos que el chamo me había enviado, proponiéndome un arreglo extramarital medianamente estable.
— Ja ja ja... ¡Ningún amante! Bueno, tan amante como cualquiera de los "tuyos" —y con esto me refería yo a cualquiera de los invitados "de visita única" que también él ha tenido.
— Ese chamo subió como tres veces, ¿no?
— No: dos. La vez esa y una segunda de... ¿refuerzo? ¿profundización? ¿bonus track? ¿desquite? ¿despedida?
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No pude definirla, y quedó en el aire el tema. ¿Cuántas veces es lícito/conveniente/recomendable tener sexo con uno de estos llamémoslos levantes? (dentro de lo lícito/conveniente/recomendable que pueda ser un encuentro sexual extra-pareja, pero eso ya es otro asunto).
¿Cuándo deja la cosa de ser casual para convertirse en relación, o cacho ya por toda la calle del medio? ¿Es válido procurar otro encuentro, o dejar que el levante lo busque? ¿Se valen más veces si la cosa evoluciona a trío con la participación de la pareja?
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Una conclusión que sacamos, tras un breve análisis de las experiencias individuales y conjuntas, es que el límite se ubica por ahí, difusamente, cerca de la tercera vez.
Veamos.
Básicamente, la primera vez, la del morbo flagrante, es la de conocer. Saborear un nuevo cuerpo, explorar texturas y tamaños y actitudes y capacidades. Probar y dejarse probar: lucirse con la visita, pues. Uno está centrado en disfrutar y hacer disfrutar al otro. No existe el futuro, sólo el ahora.
Al final de esta primera vez, no es extraño intercambiar números... ¡aunque algunas veces no se intercambia ni el nombre! (de ser así, sabe uno que se encontró con una especie de cometa. Pasó, lo disfrutaste y listo; queda para contarlo). Pero si se anota o entrega el celular, hay que estar preparados para una eventual repetición...
La segunda vez se alimenta de todo cuanto uno haya experimentado o inventado de la primera. En este encuentro hay morbo, muuucho: ¡Imagínense, volver a encontrarse con todo lo que uno descubrió en el estreno! También da chance de probar todo lo que luego de la primera vez se quedó por fuera ("¿y si hubiese hecho esto? ¿y si hubiese agarrado aquello? ¿y si tocaba más allá? etc.)
Más he aquí que esas elucubraciones son precisamente las que hacen que uno infle tanto la primera vez que, bueno... uno espera de la segunda mucho más de lo que termina ocurriendo. De hecho, es en esa segunda oportunidad cuando se notan los detalles menos perfectos del otro. Que es uno más, vamos (recordemos que estamos hablando de levantes, encuentros casuales, y además que ocurren como un divertimento sexual. Sin más búsqueda que la del placer). También esa segunda vez, siendo planeada, es menos espontánea. Parece una cita, y eso corta un poco: los preparativos, a veces tener que "hacer ganas"... ¡tener que comunicarse con alguien con que en principio sólo se quería tirar!
Pero total, al fin y al cabo, sucede. Justificamos el haber intercambiado teléfonos, comprobamos que alguien nos desea (¡y/o que deseamos a alguien!) como para planear un encuentro. Se disfruta nuevamente... Y ya. ¿No? Pues no siempre...
(La segunda vez, hay que hacer notar, no siempre se da. A veces con el sol de la mañana se ve mejor lo que en la noche se obvió; a veces la primera no fue tan explosiva y uno se lo piensa mejor para repetir. A veces el otro se lo piensa mejor para repetir, y uno nunca vuelve a saber de él. A veces la cosa queda en una serie de saludos, medias invitaciones y morbosidades por teléfono que poco a poco se van distanciando hasta desaparecer.)Y entonces viene la tercera vez. La tercera... es difícil de definir. Uno piensa: ¿Y esto qué es? ¿Una relación, acaso? No un noviazgo, tampoco un cacho. ¿Amistad con derecho? ¿Fuck buddy? Porque ya ciertamente no es el encuentro casual de la primera vez, ni esa medio-cita, medio resolución-del-morbo-pendiente de la segunda...
¿Qué vendrá después? ¿Acaso revisar las agendas para ver dónde encaja un encuentro rutinario? ¿Preguntar con aire inocente por la estabilidad de las respectivas parejas? ¿Poner (¡o aceptar!) una tarifa para la siguiente vez? ¿Hay, pues, que ponerle nombre a todo aquello?
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Como se ve, para que la cosa quede todavía en el salvable anonimato, hay que detenerse entre la segunda y tercera vez. Eventualmente, la cosa se enfriará, se distanciarán los mensajitos o llamadas, se olvidará uno del sujeto (o el sujeto de uno), hasta que tiempo después ocurra el consabido encuentro —casual, nuevamente— en el tugurio. Lo que queda es el saludo silente, un gesto con la cabeza o quizá un breve intercambio de cortesías... con una comprensible, pero no siempre lograda, mirada hacia el otro lado por parte de la pareja. Con un hacerse el loco de parte de todos...
ACTUALIZACIÓN: La pana Eleia toca acá en su blog el tema desde el punto de vista hétero femenino... ¡y no tiene desperdicio, visítenla ya!
(*) ¡El título! El título de este post (se me cayó la cédula) alude a una cuña de TV de una afeitadora, ¿la recuerdan?