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Hace unos años solía rodar bicicleta los domingos por la Cota Mil. Pasaba toda la mañana, y casi hasta la una de la tarde —cuando abrían de nuevo esa avenida de Caracas a la circulación de carros— haciendo un agotador pero gratificante uso de todos esos soleados kilómetros de pendientes y planos, de curvas y rectas, matando la fiebre de pedalear y hablar de bicicletas, haciendo algo de ejercicio en el proceso, y además disfrutando de las sabrosas pausas a la sombra de algún árbol en los hombrillos o en las entradas del Ávila, para charlar y reponer líquidos.
Y por supuesto —no es otra la razón para venir a recordar mi antigua rutina aeróbica en este espacio— que en estos paseos recreaba la vista, y mucho. La cantidad de chicos, jóvenes y hombres ejercitando a pie, bicicleta e incluso patines, paseando a sus perros o en compañía de sus novias, esposas, hijos, era más que un aliciente para no faltar nunca a la cita. Y, como no podía ser de otra manera, solía uno además identificar a uno que otro "favorito" que, con poca o mucha seguridad, vería de nuevo el siguiente domingo, más o menos en el mismo sitio, más o menos a la misma hora.
MiMa solía ser, faltaba más, mi compañero de ruta. Yo lo esperaba en alguno de los distribuidores de entrada a la avenida, temprano, para luego lanzarnos en un sprint de ida y vuelta antes del primer descanso y los primeros comentarios sobre la ruta, sobre los planes para el resto del día y, claro, sobre los "favoritos".
Para facilitar las cosas, a muchos de ellos le asignamos nombres, bien fuera por alguna característica física, bien por algún detalle circunstancial. Así, el atractivo adolescente sifrinito que rodaba siempre en solitario, de elegantes mallas negras o amarillas y bicicleta de última generación, pasó a llamarse como su bici: Trek; el ¡riquísimo! modelito de tensos músculos color canela del puesto de jugos de Sabas Nieves quedó bautizado, por rima más que por mnemotecnia, Hugo ( el de los jugos). Y, finalmente, el ciclista que un día se me atravesó en el camino —y en los ojos—, un moreno claro de contextura delgada pero atlética que debía andar rondando la veintena de cumpleaños, que por cargar esa primera vez que lo ví una camisa de uniforme de los Leones del Caracas, quedó para referencia como Caraquista...
* * *
Es difícil precisar cuál fue el primer encuentro: en estos casos, es luego de verlo muchas veces cuando nos dábamos cuenta de que era un candidato a "favorito". Pero una vez identificado, comenzaba el juego de sopesar sus atractivos ("bonitas piernas", "¿y esa sonrisota?"), adivinar sus ires y venires ("siempre llega por la entrada de Altamira", "anda otra vez con los amiguitos esos"), aventurar miradas retadoras y, en su caso, interpretar algunos de sus gestos, miradas y lances...
Al principio pensé que sólo respondía, como defensa. Cruzarse de frente con él rodando bicicleta era un silencioso duelo de miradas, que ganaba el que la sostuviera durante más tiempo y con más decisión. Pero uno sabía que no eran miradas de "compañero de ruta habitual" cuando no evolucionaban hacia el masculino saludo casual de asentir con la cabeza ("¡Epa, qué más!"). Eso hubiese bajado un poco la tensión que se creaba en segundos, pero en lugar de hacer eso, yo dejaba pasear la vista, de manera que él se diera cuenta, por su cara, su boca, su cuerpo.
—¿Y eeeso?— decía MiMa al notar el momento. No con celos: los "favoritos" eran juegos, retos de los que extraer un rato de insinuación, fuente de recreo visual. Golosinas.
Caraquista pronto reaccionó a la escalada. Visual y gestual. Los dos o tres sitios de parada y descanso de la ruta se volvieron mudos campos de batalla de insinuaciones. Si yo evaluaba desde una distancia y en silencio su cara, sus piernas, el acolchado en la entrepierna de su licra de ciclista, él se quedaba parado de manera que facilitaba, pasivo, el escrutinio.
O iba más allá: ¿Qué necesidad tenía, por ejemplo, de llegar a donde ya descansábamos MiMa y yo, tomando agua y viendo perros por El Marqués, y estacionar su bicicleta justo frente a nosotros —ignorando a dónde iban a recalar sus panas— para, acomodándose el bulto sobre el tubo de la bici, abrir las piernas en mi dirección mientras se estiraba bebiendo de su cooler?
Será porque ya había descubierto que esa región de su cuerpo atraía la mayoría de mis miradas. Un domingo que rodé sin compañía, y contra todo pronóstico, nos vimos de lejos en Sabas Nieves, ambos descansando, pero no nos acercamos. Simplemente se paró, jugo en mano, y alternaba la vista entre mi cara, retándome, y su entrepierna, que detallaba, retocaba, exponía.
Tal vez sólo le hacía falta mi atención, saber que yo estaba pendiente de buscarlo, de verlo. El juego se le hizo agradable y tal vez necesario. Me invitaba a jugarlo: en alguna otra ocasión, y rodando nosotros en plan serio, a velocidad y sin buscar nada, una bicicleta se desprendía de la sombra de un árbol del camino y remoloneaba atravesado en la vía, frente a nosotros haciéndonos recortar la velocidad, y era él. Estoy aquí, decía con ese gesto "inocente". Mírame...
* * *
Como comienzan los encuentros casuales, terminó este. Sin una fecha definitiva o un momento final a conciencia. Simplemente en algún momento dejamos de encontrarlo, o en cierta fecha dejamos de subir los domingos a rodar bicicleta, y así, en silencio, desapareció de mi vida.
Nunca sucedió nada sexual con él, sobra decir. De hecho, nada de nada: ni siquiera cruzamos palabra alguna. Pero lo que ahora desde la nostalgia veo como un silencioso flirteo, a medias inocente y a medias lujurioso —la cita no planeada con semana de por medio, que tan pronto llegaba a inflamarse o a ponerse francamente obvia, se disolvía en nada a la una de la tarde con la llegada de los carros a la Cota Mil y la partida a casa por caminos distintos— no debía ser sino el más terrestre de los "pendienteos", que en parte por no saber cómo resolver, en parte porque de haberlo sabido no habría tenido cómo ni dónde hacerlo, y en mucho porque nunca me había sucedido con ese nivel de certeza, dejé de explorar y permití morir, para ahora, años después, evocar con esta sensación de regalo antiguo pero nunca abierto, y recrear con finales cada vez distintos...